El Caleidoscopio de la Naturaleza

La obra pictórica de Annabel Andrews continúa transitando en esta nueva entrega por el territorio multicolor de la naturaleza. Un ámbito que ya le es sobradamente conocido, y al que me he referido con anterioridad, pero al que sigue acudiendo con la inquebrantable fidelidad de los que en ella creen, y que forman una nutrida cohorte de acólitos entre los que –debo confesarles- yo también me encuentro.

Y, una vez más, manteniendo un elevado grado de coherencia y constancia (dos palabras que indefectiblemente riman con sapiencia…), el escenario elegido para representar esa comunión de sentimientos y de experiencias entre lo humano y lo natural es el locus del paisaje. Un paisaje que no es únicamente el espacio físico en el que nos movemos y nos circunda, sino que es más bien el objeto de una experiencia estética en la que se funden naturaleza y cultura. El paisaje como el límite móvil de una existencia.

Pienso que Annabel pertenece a esa especie de artistas -cada vez más en peligro de extinción, y de distinción- que aún “creen” en el poder demiúrgico y sanador de la pintura. Gestualidad, rigor, coherencia, equilibrio, composición, energía, azar, cromatismo, fisicidad… Las palabras del verbo pintar. Un verbo que en su caso, pese a una indudable unidad formal y conceptual, le hace enfrentarse a cada nuevo cuadro de una manera que le lleva a convertir su superficie en el paisaje -y utilizo, pues, con toda intención esta palabra - de una nueva batalla pacífica, en un nuevo problema al que encontrar soluciones.

Aunque bien es verdad que sensu strictu podríamos considerarla una pintora eminentemente abstracta, nuestra artista no deja de recurrir a elementos o motivos de carácter figurativo, que la remiten a un cierto tipo o modelo de referencialidad, rindiendo tributo a la naturaleza y al paisaje, fuentes de las que bebe y se hidrata gran parte de la pintura abstracta. Es entonces cuando recuerdo a Gerhard Richter -uno de los pintores más difícilmente etiquetables, y con mayor independencia mental que conozco- quien reflexionaba sobre la capacidad de la pintura abstracta de visualizar, de dar forma (y también fondo) a otra realidad, no referencial, que también puede existir, y sobre su –casi mágica- habilidad para explicar lo que en principio parecería inexplicable…

Y para tratar de explicar lo inexplicable –pues no otra cosa que eso es la eterna epifanía del arte- se me ocurre, queridos lectores-espectadores, proponerles un juego: vamos a visualizar a Annabel Andrews recorriendo un imaginario trayecto con las sandalias aladas de su pintura. Cada una de las obras de esta nueva muestra sería como un jalón que fuese marcando el itinerario de su creación. Cada una de sus pinceladas un paso que se adentrara en el camino. Cada uno de sus colores, una vía que se abre y se bifurca en innumerables y cromáticos senderos.

El hito de partida serían sus collages. Un mecanismo plástico que ya ha venido utilizando acertadamente con anterioridad y que le sirve para componer una colorista estética de lo fragmentario, de lo superpuesto, de lo acumulativo, que hunde sus raíces en determinadas estrategias surgidas con los movimientos de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX. Así, al “presentar” en lugar de “representar” la realidad, los cubistas rompían con el concepto de imitación, de mímesis,. Según sus propias palabras, Picasso –su auténtico inventor- empleó este recurso para “transmitir la idea de que en una composición pueden entrar diferentes texturas que se convierten en la realidad de la pintura, en competencia con la realidad de la naturaleza. Quisimos deshacernos del trompe l´oeil y encontrar el trompe l´esprit…”

Ese trayecto continuaría en un segundo estadio al abandonar el liviano suelo del papel para adentrarse en la texturizada superficie del lienzo. El paisaje se abre entonces al territorio del cuadro, a ese lugar en el que las formas, los colores, las tensiones y los gestos brotan como una visual primavera. La primera verdad de la pintura… Como ella misma nos dirá: “Percibo en el paisaje las formas individuales como si fueran entidades globales, y me esfuerzo por situarlas dentro del rectángulo del lienzo creando ritmos y composiciones que me satisfagan, empleando formas aleatorias para construir ecos del mundo natural…”

Y vuelvo a visualizarla, ascendiendo ahora la falda de una montaña. Encima de la cima. Esas formas, esos ritmos y composiciones se convierten en árboles, en ramas, en rocas, en nubes, en fragmentos coloreados del cuerpo de la madre Naturaleza. Los verdes mutan en copas y hojas; los azules en sombras frías y en teselas de cielo; los ocres se transforman en las escamas de la piel de la tierra; los amarillos en cristales del sol; los rojos en los juegos del fuego; los negros en troncos y en ausencias de luz… No hay duda: el color sigue siendo el menú principal de este banquete pictórico.

Bajemos de la montaña. Annabel se adentra en la celosía del bosque, y nos invita-incita también a nosotros a hacer lo mismo. A través del celaje de las hojas y las ramas de los árboles se puede ver la luz refractándose en un arco iris de tonos y matices. De nuevo el calor del color como materia primigenia para la construcción del cuadro y para la representación del paisaje. Consigue así dinámicos ritmos y frecuencias cromáticas que se abren ante nuestros ojos –y nuestros espíritus- como si fuesen cartografías pintadas, ligeras y gráciles, y al mismo tiempo sólidamente compuestas. Final del viaje; llegamos a su auténtica estación Termini: El mágico y multicolor caleidoscopio de la naturaleza.

 

Francisco Carpio

piedras y musgo


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